Na página do Professor Eduardo Viola no Facebook, recomendado artigo do Professor Andrés Malamud publicado no La Nación.
El 26 de septiembre de 2016 la historia
dijo presente en Cartagena, a orillas del Caribe. Allí, 15 presidentes, 27
cancilleres y 10 jefes de organismos internacionales convergieron para la firma
del acuerdo de paz entre el gobierno de Colombia y las FARC. No estaban de
adorno: su presencia reflejaba la importancia del evento y el apoyo del mundo.
El secretario general de la ONU posó con Macri, Bachelet, Raúl Castro y el rey
de España. A la izquierda estaba Rafael Correa, el presidente de Ecuador, y a
la derecha, Pedro Pablo Kuczynski, el de Perú. De la región no faltó nadie.
Nadie más que Brasil.
En los últimos 20 años nos comimos todos los amagos. Las elites brasileñas
decidieron que eran una potencia mundial y que debían liderar la región. En
2000, Fernando Henrique Cardoso convocó a los presidentes sudamericanos en
Brasilia para crear Iirsa, el plan de infraestructura regional que dio inicio a
la expansión de Odebrecht por el continente. En 2008, Lula volvió a reunirlos
para crear la Unasur, la organización que Brasil concibió como su OEA de
bolsillo. El objetivo fue delimitar un área de influencia que eliminase la
competencia de México y la interferencia de Estados Unidos. Al principio, la
idea funcionó, porque Brasil es el mayor productor de autos, créditos y humo de
la región. Pero cuando la crisis disipó la humareda, el gigante estaba desnudo. ¿Cómo medir el poder de un país? Una regla
de hierro es no hacerlo por el discurso de sus gobernantes: la retórica
oficialista es siempre inflacionaria. Y el poder no se
declama, se ejerce.
En tiempos de paz, el poder se llama
liderazgo. Existen dos tipos, uno es posicional y consiste en estar al frente
de los demás: el equipo que lidera la tabla tiene más puntos que los demás,
pero éstos no quieren seguirlo, sino derrotarlo. El segundo tipo de liderazgo
es relacional: consiste en reclutar e influenciar seguidores, que aceptan la
posición subordinada porque también obtienen beneficios. El liderazgo
posicional busca someter; el relacional, articular. Brasil siempre fue un líder
posicional por la sencilla razón de que era más grande que los demás, pero
nunca logró de sus vecinos más que alineamientos esporádicos e interesados. Es
natural: el gigante no es tan malo como para disciplinar seguidores ni tan rico
como para comprarlos. Y después de la crisis, además, dejó de ser atractivo
para seducirlos.
Los países, como las personas, tienen tres
recursos de poder: la fuerza, el dinero y el encanto. Con ellos se logra que
alguien haga algo que de otro modo no haría. Por un tiempo, Brasil pareció
disponer de los tres tipos. Fue una ilusión: algunos recursos se fueron por la
canaleta de la corrupción, y otros nunca existieron.
Brasil no tiene fuerza. Con el 3% de la población mundial, su presupuesto
militar representa sólo el 1,5% del gasto global, y tres cuartos se dedican a
pagar salarios y pensiones. Los 300.000 militares jubilados salen más caros que
los 50 millones de personas que reciben el Bolsa Familia. A su vez, los apenas
300.000 militares en actividad tornan al país más cercano a sus vecinos que a
los BRIC. Brasil no tiene capacidad para imponerse por la fuerza en la región.
Por suerte, no la necesita: le alcanza con el dinero.
Pero Brasil tampoco tiene dinero. La
emergencia del gigante fue un cuento para enanos. En los últimos 25 años, el
ingreso per cápita chino redujo la brecha con los Estados Unidos un 25%; el
brasileño, cero. En los años 90, Brasil llegó a ser un exportador industrial,
pero después del mayor boom de la historia volvió a ser un exportador de recursos
naturales. Varias empresas públicas, como Petrobras, están al borde de la
quiebra. El gigantesco banco nacional de desarrollo (Bndes), que prestó dinero
a los países limítrofes con la condición de que contratasen empresas
brasileñas, será la próxima víctima del Lava Jato. Brasil ya no tiene plata
para comprar a sus vecinos. Por suerte, pensaron algunos, alcanza su encanto
para seducirlos.
Pero Brasil perdió el encanto. El país del fútbol, el samba y el carnaval
conquistó el mundo no por su exotismo, sino por otra razón: una increíble
seguidilla de presidentes que cualquier país envidiaría. Durante dieciséis
años, Fernando Henrique Cardoso y Lula capturaron la imaginación y los
corazones del mundo. Sociólogo brillante el uno y sindicalista carismático el otro,
sumaron a su atractivo personal un frenético activismo internacional. Al
primero la prensa lo bautizó, con sorna, Viajando Henrique Cardoso; el segundo
realizó más viajes y visitó más países que cualquier presidente norteamericano.
La diplomacia presidencial sobrevendió Brasil y lo hizo pelear muy arriba de su
categoría. Pero Dilma acabó con la magia y Temer la enterró. Hoy, el soft power
de Brasilia, o sea su capacidad de atracción y seducción, rankea poco encima de
la de Caracas.
Por ironía de la historia, los frutos de la diplomacia presidencial maduraron
con atraso. Con Lula, Brasil perdió las principales candidaturas que disputó,
tanto en la región (BID) como en el mundo (OMC). Con Dilma llegó el canto del
cisne: dos brasileños dirigen hoy la Organización Mundial de Comercio y la
Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura. El
poder diplomático del país, sin embargo, se disipó. El grupo IBSA, que agrupaba
a las tres grandes democracias del hemisferio sur, ya no se reúne. El grupo
Basic, que coordinaba temas ambientales entre gigantes emergentes, tampoco. Los
BRIC resultaron ser China y cuatro más. El intento del G4 (Brasil, Alemania, la
India y Japón) de reformar el Consejo de Seguridad de la ONU para obtener un
lugar permanente jamás despegó. Brasil logró participar en todas las sopas de
letras del mundo justo cuando el mundo dejaba de tomar sopa.
Y en la región le fue todavía peor. Los liberales Chile, Colombia y Perú
tomaron otro camino y se reagruparon con México en la Alianza del Pacífico. Los
bolivarianos Ecuador, Bolivia y Venezuela siguen más cerca de La Habana que de
Brasilia. Bloqueadas por la crisis venezolana, la Unasur y la Celac no logran
ni reunirse. El gran Brasil quedó reducido al Mercosur, un bloque con menos
acuerdos comerciales que las fantasías más salvajes de Donald Trump.
El repliegue del grandote hizo ruido y alimentó delirios. En el mundo pocos lo
lloran, y en el barrio algunos sonríen. "Ésta es nuestra oportunidad de
liderar la región", murmuran argentinos, colombianos y chilenos, unidos
por la ignorancia. Sucede que si Brasil no pudo, teniendo la mitad de la
superficie y la mitad de la población de América del Sur, menos podrán los
enanos que lo rodean. Las fuerzas armadas de Chile y Colombia están bien
equipadas, pero son minúsculas para proyectarse fuera de sus fronteras. Las
economías argentina y colombiana son varias veces menores que la brasileña. Y
aunque los tres desafiantes concitan simpatía internacional, están lejos de
atraer inversiones masivas o producir bienes científicos o culturales que les
permitan influir a los vecinos. La pacificación colombiana, la disciplina
chilena y el zen argentino ni se acercan a los dieciséis hipnóticos años de
Cardoso y de Lula.
La consecuencia internacional del Lava Jato fue develar la quimera de Brasil
como líder regional. Ojalá no haga falta tanto para bajarles las ínfulas a los
que deliran con sucederlo.
Politólogo e investigador en la
Universidad de Lisboa.